El arte es el conocimiento al servicio de la emoción.
-José Clemente Orozco
La vida del muralista mexicano José Clemente Orozco (1883-1949), una vida llena de drama, adversidad y triunfo, es una de las grandes historias de la era moderna.
A pesar de la pobreza, de una fiebre reumática en la infancia que le dañó el corazón y de una explosión en su juventud que le costó la mano izquierda, Orozco perseveró en su deseo de convertirse en artista. Experimentó la matanza y la duplicidad de la Revolución mexicana, las tribulaciones que siguieron a la caída de la bolsa de Nueva York en 1929 y el ascenso del fascismo en Europa durante su único viaje a ese continente en 1932, y resurgió con una visión estética y moral única en la pintura del siglo XX.
Orozco, un individualista taciturno, muy sensible y totalmente inepto para la autopromoción, tenía una lengua afilada y un sentido del humor mordaz. Descrito por uno de sus contemporáneos como “el único poeta trágico de América”, Orozco fue, ante todo, un artista público cuyos mayores logros fueron los murales que creó no para mecenas individuales, sino para toda la sociedad. Sin embargo, en comparación con su colega y rival Diego Rivera, hasta hace poco el nombre de este destacado artista público era poco conocido entre el público. La obra de Orozco fue marginada por considerarse compleja y controvertida, mientras que Orozco, el hombre, ha sido visto como una especie de enigma. ¿Quién era esta figura solitaria que pasó años a solas sobre andamios creando obras que desafían tanto las normas sociales como el poder artístico dominante?
Nacido en Zapotlán el Grande en el seno de una familia de clase media con dificultades financieras, Orozco vio el principio de su carrera marcado por los diez años de guerra civil que asolaron México durante la segunda década de este siglo. Tenía veintisiete años cuando comenzó la Revolución, treinta y cuatro cuando partió de México hacia Estados Unidos por primera vez en 1917. Su autobiografía refleja parte de la brutalidad de la que fue testigo durante aquellos años:
Se acostumbraba la gente a la matanza, al egoísmo más despiadado, al hartazgo de los sentidos, a la animalidad pura y sin tapujos. (…) En lo político, otra guerra sin cuartel, otra lucha por el poder y la riqueza (…) Intrigas subterráneas entre los amigos de hoy, enemigos mañana, dispuestos a exterminarse mutuamente llegada la hora.
Atormentado por el salvajismo y la traición de este periodo, el idealismo de Orozco adoptó una forma decididamente apolítica.
Para él, los conceptos de raza y nacionalidad y los dogmas de salvación política y religiosa eran como ídolos que corrompen el entendimiento e impiden la emancipación del espíritu humano. Creía que solo al despojarse de los grilletes de credos y prejuicios que han esclavizado a la humanidad ante propósitos autoritarios puede surgir una armonía auténtica de expresión individual y propósito social.
Subestimado como artista en su México natal hasta más avanzada su carrera, Orozco pasó un total de diez años en Estados Unidos. Aquí creó cuatro murales importantes (en el Pomona College, la institución The New School for Social Research, el Dartmouth College y el Museo de Arte Moderno), además de cientos de cuadros de caballete y obras gráficas que cuestionaban los estereotipos estadounidenses sobre el arte mexicano. A pesar de vivir momentos de censura y de dificultades económicas, Orozco se convirtió en un pionero del movimiento artístico público de los años 30 y 40. Isamu Noguchi, Ben Shahn, Jackson Pollock, Philip Guston y Jacob Lawrence fueron algunos de los artistas estadounidenses que se nutrieron de su estilo expresionista. En las décadas de 1960 y 1970, la obra de Orozco sirvió de inspiración para una nueva generación de muralistas chicanos y afroestadounidenses en la reinvención del arte público en sus comunidades. Hoy, su legado continúa en los artistas contemporáneos de ambos lados de la frontera.
Orozco realizó frescos de gran envergadura en México tras su regreso en 1934, entre ellos la magnífica serie con la que cubrió las paredes internas del Hospicio Cabañas de Guadalajara en 1939. La inmensa nave, de paneles arqueados y bóvedas semicirculares, le ofreció a Orozco un imponente espacio en el cual explorar la interacción entre las fuerzas indígenas y europeas en el México de aquella época. En el centro de la nave, a sesenta metros sobre el suelo, su majestuoso El Hombre de fuego asciende hasta la cúpula de la que se ha vuelto conocida como la “Capilla Sixtina de las Américas”.
La última vez que Orozco regresó a Estados Unidos fue en 1945. En plena crisis de la mediana edad, a la relativa edad avanzada de 62 años, le dijo a un amigo: “Necesito hacerlo para renovarme”. Sin embargo, la tan esperada renovación creativa no se materializó y, tras meses de lucha y búsqueda espiritual, Orozco regresó a casa. En sus últimos años, Orozco continuó subiendo al andamio, aunque su corazón dañado le obligaba a detenerse para recuperar el aliento luego de un par de peldaños. Terminó su último fresco menos de un mes antes de morir de un fallo cardíaco mientras dormía a los 65 años.
Algo fundamental para comprender el arte de Orozco es ser consciente de la relación entre el idealismo apasionado del artista y su pesimismo.
El cineasta más importante de España, el fallecido Luis Buñuel, decía que “el hombre nunca es libre, sin embargo, lucha por lo que nunca puede ser, y eso es trágico”. La percepción de Orozco sobre la condición humana se basaba en una convicción similar de un trágico impás. “Tener una visión trágica en las Américas es sumamente difícil”, dijo el escritor mexicano Carlos Fuentes, “porque fuimos fundados como El mundo feliz de la dicha, la gran utopía. Entonces, cuando un escritor como Faulkner derriba el optimismo de Estados Unidos o un pintor como Orozco rompe la promesa del México del Nuevo Mundo, es un acto muy impactante”. A través de su arte, Orozco compartía su trauma y su indignación e insistía una y otra vez, de varias formas, que era nuestro trauma y debía ser nuestra indignación. “La pintura”, creía Orozco, “asalta la mente. Persuade al corazón”.
-Jacquelynn Baas
Jacquelynn Baas es una curadora independiente, historiadora cultural, escritora y directora emérita del Berkeley Art Museum y el Pacific Film Archive de la Universidad de California.